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    La delgada linea roja

    En este nuevo momento de Cine y Trascendencia de Temakel les propongo una exploración filosófica y poética a propósito de un film trascendente y de altura artística como lo es La delgada Línea Roja, obra del afortunadamente atípico Terrence Malick. La Guerra del Pacífico es el inicio de un camino de regreso a las preguntas por las esencias de la naturaleza, la guerra, el mal, y el posible brillo que sobrevive en todo a pesar de las tormentas destructoras.

    LA DELGADA LíNEA ROJA

    Por Esteban Ierardo

    Las armas gritan en la selva. El aire, antes leve, se espesa con densos sonidos de metralla. En los árboles retumban el enojo de los cañones. Un pájaro, pintado con la luz del día, cae atravesado por el metal. Se desploman sus alas rotas sobre el rostro abandonado de un soldado muerto sobre los túnicas selváticas. La tierra verde y el ojo azulado del cielo escudriñan la tempestad guerrera que arrasa.

    ¿Pero la guerra es sólo la pesadilla asesina que inventan los hombres? ¿Está la guerra en el corazón de la naturaleza?, se pregunta el soldado Witt en el comienzo de una obra radiante, aunque su tema propiciador sea lo oscuro.

    En La delgada línea roja se despliegan una serie de figuras temáticas que hablan de la compenetración de los opuestos. La naturaleza de las islas del Pacífico son la exuberancia vegetal, la calidez tropical, la belleza exaltada que irradia brisas del paraíso, de santuario plácido y abundante. Sin embargo, la isla paradisíaca se compenetró con su opuesto: la guerra de la creatura caída, sin paraíso, sin los timbales del regocijo a su alrededor. Compenetración de contrarios: naturaleza paradisíaca y guerra infernal. Tal es lo que aconteció en la llamada Guerra del Pacífico durante la segunda guerra mundial. El combate entre japoneses y norteamericanos escupió letal granizo de balas sobre muchas islas del gran océano cuyo nombre se lo debe a Magallanes.

    Guadalcanal es una de las Islas Salomon. Allí, en 1942, el ejército del entonces Imperio del Sol Naciente extendió sus garras. A los pocos meses, los norteamericanos invadieron la tierra abrazada por el mar. Tras una batalla especialmente sanguinaria, los japoneses fueron derrotados.

    James Jones era uno de los soldados que atacó a los orgullosos descendientes de los samurais. Luego, escribiría una novela en la que Terrence Malick se inspirará para su felizmente extraño film en el cine de guerra norteamericano. Conocida es la condición de rara avis de Malick. Además del film que consideramos, en alrededor de treinta años sólo realizó dos obras más (Malas Tierras y Días del Cielo). Optó por la independencia y por el deseo de altura antes que por el brebaje engañoso de una rápida fama.

    La obra de Malick es una aventura entre esencias. Lo esencial siempre subyace a las apariencias exteriores, a la realidad ya absorbida y domesticada. Ver una esencia demanda auscultar lo disimulado, trazar la radiografía de una realidad habitualmente no pensada. En tantos films bélicos, la guerra ruge. Pero no es meditada. No es radiografiada. Con audacia poética, La delgada línea roja desciende a la esencia de la guerra, del mal, de la naturaleza y del individuo zaherido de angustia.

    El personaje que lidera la percepción de las esencias es el soldado Witt (Jim Caviezel). Como el coronel Kurtz en Apocalipsis Now, es miembro de una maquinaria de guerra y, a la vez, padece la nostalgia de lo arcaico y originario. Pero, a diferencia del militar interpretado por Marlon Brando, Witt no busca romper completamente su vínculo con su cultura madre. No en vano este personaje es quizá la máxima encarnación de lo heroico en La delgada línea roja. El héroe mítico viaja al otro mundo. Pero para volver luego al regazo de su tradición cultural y difundir su mirada especial de la vida. El héroe vive en dos mundos. Es el puente viviente que une lo natural u originario y el universo civilizado aherrojado de conflictos.

    Witt conoce el otro mundo del paraíso tropical de las islas. Convive con una tribu melanesia. Late en un tiempo otro. En esa otredad medita. Evoca el pasado como forma de comprensión del propio dolor. Y recupera el poder de trascendencia que poseen las preguntas esenciales. Muchos de esos interrogantes brotan en el devenir de la obra. En el paraíso originario, Witt recupera las preguntas y la meditación como el don que abre puertas en secos y gruesos muros. En la proximidad con lo arcaico lo precede un cocodrilo que se sumerge en las aguas. Es la primera imagen del film: lo prehistórico, lo prehumano, el fiero animal que se diluye en las aguas, símbolo de lo hondo y primario, de la fuente de lo vivo.

    Al regresar a su ejército, a su cauce cultural, Witt narra su visión del mundo otro al sargento Welsh (interpretado por el siempre convincente Sean Penn). La naturaleza-plenitud en oposición a la guerra-aniquilación se extiende al enfrentamiento entre Wesh, el que dice no ver, el que asegura que la vida es un quejido solitario, y Witt, el de la visión de los dos mundos, el de la fe que por los ojos humanos puede correr todavía un viento fuerte y puro.

    Witt intuye la violencia de la Naturaleza. Sabe que dentro de la selva, dentro de la Gran Madre, vive la muerte que nos captura. El aguijón que nos asesina. Pero también "la fuente de la que todo nacerá". El mundo natural mata y da nueva vida. El poder resucitador de la naturaleza también concede dones espirituales para sus hijos humanos: la gloria, la piedad, la paz, la verdad. Esto afirma la voz en off de un soldado. En la vida que renace, en lo vivo cerca de la fuente, fosforece "el coraje, el corazón contento, lo que calma al espíritu". La naturaleza es cómplice de la caída y muerte de las formas vivas. Pero, asimismo, devuelve sin descanso lo vivo. Y el calor de la embriaguez humana por la gloria.

    Desde la narración fílmica y poética, guerra y naturaleza comienzan a ser meditadas en su compenetración. Y también aflora una mirada no cotidiana sobre lo humano. Lo habitual dice que los hombres son la jungla de los seres separados, candelabros independientes en un frío espacio de distancias. Pero Malick profesa la magia que toca a los hombres para convertirlos en un ser uno. Una nueva voz en off manifiesta: "Quizá todos los hombres tengan una sola alma. ¿Acaso todos los rostros no son parte de un solo ser? ". Regreso a la creencia antigua, hinduista: todas las almas emergen de un solo ser. Los yoes son los distintos rayos de un único sol. Creencia también de los estoicos, de Schopenhauer, Emerson y Borges. La unidad de la humanidad disipa las diferencias individuales aparentes.

    Esta percepción de lo humano dimana del decir y pensar de un solo ser colectivo, un solo sujeto coral que, mediante la voz en off, fluye en el film. Witt es quien experimenta la sospecha del ser único, del sujeto que integra a los hombres; Witt entreve la pertenencia de todos los destinos al anillo de una sola identidad.

    La creencia en la unidad de los hombres es salto religioso. El yo antes confinado a su solitaria individualidad, ahora se religa con un único sujeto universal. Pero la postulación del único hombre se compensa con la gravitación en el film, y en la existencia corriente, de su opuesto, del individuo replegado en su particularidad, en su soledad, en su separación del entorno y de los otros humanos. Welsh es quien experimenta nítidamente el agobio de la individualidad encarcelada. El hombre que "se hace isla" y que, entre las dentelladas de la guerra, sólo depende de sí mismo para su supervivencia. Frente al discurso a la tropa del capitán Charles Bosche (George Clooney), piensa en la falsedad de la guerra, en su gran mentira, y en la única esperanza de la salvación individual. Welsh no cree en un cielo trascendente como Witt. Es el individuo sin fe en algún fuego que brille por encima de lo personal. El sujeto sin la audacia irracional de la religión está destinado a ser piedra que cae en su propio abismo.

    Salto religioso es el pasaje del yo-isla al sujeto único. Y también lo es la sensibilidad ante la maravilla de la pequeñez, aun en la turbulencia. En medio de la batalla un soldado observa y acaricia una diminuta flor. Entre las escenas de destrucción, el director se detiene en un pequeño pájaro moribundo, herido por las dagas de las bombas.

    Junto a los saltos religiosos, en el film aflora el mal, de manera nítida, en las acciones del coronel Gordon Tall (protagonizado magistralmente por Nick Nolte). Es el militar que no aspira a la gloria, sino al éxito profesional, al ego laureado por ascensos y medallas. Para este fin, Tall no duda en manipular a sus soldados, en exponerlos a una muerte segura si esto lo acerca a la victoria. Su opuesto es el capitán Staros, el yo que protege paternalmente a sus hombres, el que privilegia la vida antes que el obsesionado logro personal. En la superficie, Gordon Tall es quien, mediante su propia elección, practica una razón instrumental, un continuo determinar los mejores medios para los fines preestablecidos. Pero el instrumentalismo manipulador de Tall no es el resultado de su singularidad individual sino de la confirmación de un patrón tradicional de la guerra como explotación de los cuerpos vejados. La violencia bélica en la historia es productora de mutilaciones, vejaciones, muerte de los cuerpos. La guerra suele ser el instrumento de afirmación de una minoría. Los cadáveres que vomita la guerra crean beneficios para los grupos que, entre los vencedores, acaparan el poder político o económico. Lo bélico nunca, o casi nunca, es culto sincero del estado-nación, de la patria. A primera vista, el coronel es la personalidad autodeterminada, el que se autogobierna y gobierna a los otros. La autoridad que marca y dispone. Pero, en realidad, él es quien repite pasivamente la tradicional figura de la guerra como utilitaria vejación de los cuerpos.

    Gordon Tall patentiza el mal del dominio instrumental de los seres. ¿ Pero lo maligno no oscurece también lo amplio, lo vasto del espacio? ¿La guerra misma no es mal inútil para la propia realidad? En una de las emergencias de la voz colectiva, un soldado, que es todos los soldados y el único sujeto, se pregunta si acaso la guerra podrá fertilizar el suelo o hacer que brille el sol. Si la naturaleza mata para seguidamente dar nueva vida, la guerra sólo destruye. No devuelve lo que quita. Su potencia destructora no crea nuevas semillas en la tierra.

    Asimismo, en la narración de la obra el tiempo se transforma y abandona su corriente linealidad. En La delgada línea roja, el tiempo no es sólo el que fluye hacia adelante. Es también un impulso de retroceso y una temporalidad circular más amplia, sutil, como observaremos. El volver al atrás se consuma mediante repetidos flashback protagonizados por el soldado Bell, quien recuerda con ansiedad y deseo la esposa que quedó en la tranquila lejanía de la patria. La interpretación psicologizante se hace inevitable en un principio. El presente se fisura y la memoria devuelve al soldado al pasado como forma de autoconsuelo, como avidez por escapar de la violencia opresiva del combate mediante los tulipanes apacibles de bellos recuerdos. Pero el regreso a escenas de placer e idilio dice algo más. Anuncia la comprensión intuitiva de que la evocación de la belleza sobrevive aun en un ser devastado. El aire esmaltado con colores iridiscentes, un espacio poético, renacen en la guerra no sólo por la necesidad de evasión de un soldado. Lo bello subsiste porque palpita en napas hondas, más abajo, o más allá de cualquier estridencia destructora. El regreso al pasado bello no es únicamente el evento psicológico de un ser abrumado. Es también la comunicación con la belleza que perdura.

    Y junto al tiempo del retroceso y a lo bello, en el film se despliega una temporalidad circular menos notoria. Como ya dijimos, en el comienzo es el cocodrilo, lo prehistórico y arcaico que se sumerge en el agua. Y, luego, en una de las últimas imágenes, una planta emerge lozana y triunfante en una playa. Al comienzo, la inmersión en lo extraño, en lo originario y lo esencial. Al final, la vida que continua brotando del agua luego de tanto horror. El círculo del tiempo que comienza en el agua originaria, tras la guerra se extiende hacia la vida que victoriosa reaparece. Es el renacer a pesar de las tormentas que matan.

    Y en el tumulto de la violencia extrema, el hombre pierde su forma, como ser vivo que se mueve por sí mismo. Esta pérdida permite al hombre que devenga una figura híbrida, que se entremezcla con la tierra. Luego de un momento recio de la batalla, Witt contempla el rostro de un japonés que brota del suelo. Tras la muerte de su forma corporal, de su cuerpo que vivía y se movía, ahora es hombre que sobrevive en la humedad terrestre. Es rostro humano cuyo nuevo cuerpo es la fértil materia terrenal. Para la mirada artística, las cosas pierden su forma corriente y se refundan. El cadáver del soldado se refunda en rostro-tierra.

    La pérdida de la forma corriente es solidaria con el regreso a una realidad flexible, una realidad capaz de oscilar entre lo sólido y lo gaseoso. Tal como ocurre con la niebla. Es dentro de un espeso banco neblinoso donde ocurre el ataque más decisivo y riesgoso a las posiciones japonesas. En la niebla todo se vela y oculta. Lo real se metamorfosea entonces en algo incierto y suspendido en una frontera entre la realidad sólida y palpable y algo más etérico, sutil. Otra figura más de transmutación de lo habitual.

    En el desenlace de su historia, Witt oficia una vez más como guardián de la trascendencia. Witt se ofrece como voluntario para explorar el terreno luego de la pérdida de la comunicación con las fuerzas propias que se mueven aguas arriba de un río. Allí, solo, se enfrenta con tropas japonesas de elite. Sabe que es indispensable retrasar al enemigo para que no descubra a unos desguarnecidos regimientos norteamericanos que esperan aguas abajo. Witt es atrapado. Se le ordena que arroje su rifle. La racionalidad indica la conveniencia de obedecer. Pero la predestinación heroica inhibe a Witt para el acto esperable, convencional. Presiona entonces a sus captores para que perforen su pecho con una certera bala. Consuma así un calculado sacrificio. Morir para que los otros sean. El instante más alto y arquetípico del aprendizaje de supresión de la propia individualidad. Witt se deja morir para que prevalezca la identidad del conjunto, de la comunidad de sus compañeros de armas. El héroe ha cumplido su misión.

    Y el ser heroico es el que siempre halla un sentido. En un descanso del combate, la voz de un soldado narra la historia de un ave moribunda. Frente al dolor del animal emplumado, alguien encuentra la confirmación de la lenta muerte del sol; otro, en la resistencia del pájaro en sus últimos estertores halla la gloria. El héroe descubre los estandartes de un cálido y vivo mediodía aun bajo la frialdad del lodo.

    Y el creador de La delgada línea roja también.

    Es el tiempo del regreso. Un soldado se embarca para abandonar el infierno en el paraíso y volver a un espacio seguro. El día recita canciones de luz. Las sonrisas del sol saltan entre los remolinos espumosos del agua. Serpientes blancas acompañan el barco en el mar. La isla empequeñece en la lejanía su pecho de plantas y rocas. Y una última voz corre por el azul y la humedad oceánicas: "Oh, alma mía. Déjame entrar en tí, mira a través de mis ojos, contempla las cosas que creaste, mira cómo brillan. Todo brilla".

    A pesar de todo, brilla la jungla donde los soldados murieron. Brilla el viento que frota las cosas. Brilla la angustia. Brilla luego de tanta oscuridad el único hombre que mira, sin comprender, las grietas de la tierra.

    Imágenes que ilustran texto: arriba izquierda, Witt (Jim Caviezel) ; abajo derecha, Terrence Malick y, abajo izquierda, un momento de la penetración en la selva de Guadalcanal.


    Temakel. Por Esteban Ierardo



    La delgada línea roja es una película bélica de 1998, que narra la historia de las tropas militares estadounidenses en la Batalla de Guadalcanal en la Segunda Guerra Mundial.

    Está dirigida por Terrence Malick, quien adaptó el guión de la novela de mismo nombre de James Jones, previamente adaptada de la película de 1964. El reparto lo forman un considerable número de reconocidos actores: Sean Penn, Adrien Brody, James Caviezel, Ben Chaplin, George Clooney, John Cusack, Woody Harrelson, Elias Koteas, Jared Leto, Dash Mihok, Tim Blake Nelson, Nick Nolte, John C. Reilly, Nick Stahl, John Travolta y John Savage.

    Principio de la pelicula en español


    La mejor parte de la pelicula y la mas dramatica.


    Trailer oficial de la delgada línea roja, sacado del DVD.


    The Thin Red Line




    La delgada linea roja - Musica alternativa



    Escena donde narra la muerte de su madre




    Escena de la carta de amor



    LA DELGADA LINEA ROJA-Todo es mentira Sean Penn


    un trabajo realizado por Ronald Kanzler sin fines comerciales para la escuela de cine y tv escinetv